lunes, 4 de abril de 2016

ÚTERO-Civilizaciones Olvidadas. L. G. Morgan

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CAPÍTULO IX
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Chive

The Chive

Laya y Krom habían avanzado toda la mañana a través del verde bosque, más húmedo y enmarañado a cada paso que daban. Todo el tiempo miraban hacia atrás, con el corazón en la boca, temiendo escuchar las voces de los de Krom o anticipar algún tipo de acción por parte de los interiores de Laya. No podían saber que uno de los peligros que les amenazaba acababa de ser eliminado por la facción enemiga, proporcionando sin querer a los fugitivos una tregua en su carrera contra la probabilidad.

         Laya, a pesar del terror que la embargaba casi todo el tiempo, no dejaba de sentirse admirada ante el mundo que iba descubriendo en torno a ella, tan nuevo y amplio como no creía posible. Todo era verde calma y umbría quietud, tan apetecibles que en cualquier otra circunstancia no habría podido evitar la tentación de quedarse y contemplarlo todo detalle a detalle.
         Sin embargo, en su veloz carrera tenía que conformarse tan solo con unos cuantos fugaces destellos, y un puñado de pequeñas pinceladas de asombro, apenas entrevistas. La luz les llegaba tamizada por las hojas tupidas de los árboles, inofensiva para ella pero suficiente para avanzar a buen ritmo. Eran en cambio los obstáculos de otra naturaleza los que frenaba de tanto en tanto su marcha y hacían maldecir en voz baja a Krom. Los troncos de los árboles crecían muy juntos y enredados en algunos tramos, formando barreras que les obligaban a dar ligeros rodeos. Y enormes piedras, resbaladizas por el musgo, salpicaban el terreno como extraños monumentos de otros tiempos.
         La muchacha no estaba acostumbrada a las largas marchas, mucho menos en un medio accidentado como aquel, y se sentía agotada. Tampoco podía asistir a su compañero en cuanto a la dirección a seguir, pues en su mundo los caminos ya estaban hechos e indicados, y tales habilidades no habían sido nunca necesarias para ella.
         Krom estaba seguro que, en cambio, en el hogar de Laya todo hubiera sido exactamente al revés, y la muchacha habría tenido que cuidar de él y guiarle tal como ahora él hacía con ella. La sensación de responsabilidad; de que, por primera vez, había alguien que dependía de él y de sus capacidades, le pesaba un tanto, pero al mismo tiempo le hacía sentirse orgulloso y le llenaba el corazón de algo cálido que no había conocido antes.

Fue cuando el día empezaba a declinar que sintieron los primeros temblores.
         De pronto, el sonido de madera crujiendo y raíces desgajadas se dejó oír en todo el bosque. Los pájaros chillaron asustados y alzaron el vuelo, las carreras de pequeños animales se hicieron audibles en la confusión. El suelo empezó a sacudirse bajo los pies de los fugitivos y por alguna grieta en la tierra salieron al exterior vapores y olores desconocidos. Todo paró por un momento, para reanudarse instantes después.
         Laya se aferró a Krom con ojos despavoridos, sabiendo de antemano dónde estaba el origen del movimiento peligroso que se había apoderado de la tierra, y el muchacho le devolvió idéntica alarma en su mirada. Era la voz de la tierra, una amenaza tan clara y palpable como si la hubieran conjugado las palabras de algún maleficio. Ninguno de los dos había experimentado antes un miedo así, tan atávico y paralizador. Se abrazaron fuertemente hasta que todo pasó.
         El regreso de las aves aún se hizo esperar, la tierra recuperó su quietud pero los seres vivos tardaron en recobrarse y recuperar siquiera un poco de la confianza perdida. Y Laya y Krom no fueron diferentes.
         —Es por nosotros —Laya expuso en voz alta lo que ambos pensaban—. La cólera del dios a veces se manifiesta así, he visto pequeños temblores y derrumbes antes, en mi mundo. Pero nunca sentí nada semejante. Tengo miedo, Krom —le miró a los ojos angustiada—, si nos cogen la muerte será lo menos malo que nos puede pasar.
         —No lo pienses, deja pasar esas ideas o estaremos muertos de veras. Si nos dejamos vencer por el pánico —le previno—, seremos como el conejo atrapado por la mirada del lobo. Se quedan inmóviles, perdida cualquier voluntad de huida, de resistencia. Y el lobo los degüella fácilmente de un zarpazo.

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