miércoles, 2 de marzo de 2016

ÚTERO-Civilizaciones Olvidadas. L. G. Morgan

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CAPÍTULO IV
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Todos se postraron de bruces a los pies del ídolo, aterrador en su cólera. No estaban preparados para aquello. El aturdimiento embotaba sus sentidos y el terror les hacía incapaces de razonar.
         El Gran Sacerdote trató de aplacar a la deidad. Pero no acertaba con las palabras. Husser Kalanie, el guía del rebaño, aquel en quien descansaba la máxima autoridad de Takl-in-Maku, nunca había sentido algo semejante, ese zozobrar interno que le robaba la capacidad de decisión. Había nacido para guiar y decidir, para ordenar la vida de todo el clan, para ser su sostén y la luz que llevaba a buen puerto la existencia del pueblo. Kala, su madre, se lo había dicho ya de niño: que había sido concebido para aquel papel, que el Dios le había bendecido con sus dones.
         —Castígame a mí, indigno siervo tuyo. Yo soy el padre que debería cuidar de sus hijos.
         Una carcajada atronó el espacio en respuesta.
         —No seas presuntuoso, necio hijo de la oscuridad. Si diriges al pueblo es solo porque cumples mis designios. Eres el pastor que yo he escogido para cuidar de mi rebaño, sí, pero no olvides que tengo más pastores. Que ha habido otros. Y otros más que vendrán después.
         Permíteme entonces enmendar el error fatal que nos ha conducido aquí. Hallaré la solución. De algún modo encontraremos a la muchacha y la traeremos de vuelta. Acabaremos con ella si esa es tu voluntad.
         Tomaré tu vida en garantía —respondió el gigante de roca tras un silencio—. Devolveréis a la mujer a mi Casa y convocareis a todos los habitantes del Mundo. Ella debe morir, sí, pero lo hará como ejemplo, delante de todos. Será sacrificada ante mi altar para que ningún otro siga su ejemplo.
         Nadie se atrevió a respirar siquiera. Atónitos y enmudecidos contemplaron cómo la pétrea superficie de la estatua recobraba su apariencia habitual. El Dios les dejaba librados a su suerte, pensaron. Solo quedaba cumplir sus instrucciones.

Abandonaron la Casa del Dios uno tras otro, aún aturdidos, como si no acabaran de creerse del todo la suerte de haber salido vivos. Pero cuando traspasaban el umbral ornamentado, la voz del Dios resonó de nuevo, paralizándoles en el sitio.
         Vuestras vidas como garantía, oídme bien. Si no derramáis ante mí su sangre, yo derramaré la de todos vosotros, como precio por vuestra ingratitud.

Se amontonaron en la Sala contigua, incapaces de pronunciar palabra, temblando incontroladamente bajo la amenaza de la Roca. El Gran Sacerdote tomó al fin la palabra. Y todos le escucharon y asintieron como habían hecho siempre, agradecidos por poder depositar cualquier decisión en sus manos.
         ¿Me concedéis vuestra confianza para obrar según mi criterio?
         Todos ellos mostraron su conformidad.
         ¿Cualquier cosa que sea precisa?, ¿lo que sea?
         Hubo nuevos asentimientos. Entonces juntaron sus manos y sellaron el pacto. Y una luz ardiente fundió por un momento la piel de todos, extendiendo su calor por todos los brazos, hasta llegarles al corazón.

Los jefes de los Talleres se fueron a cumplir con sus respectivas tareas y solo los sacerdotes quedaron junto a su líder. Cuando estuvo seguro de hallarse a solas, Husser Kalanie tomó de nuevo la palabra:
         —Hemos visto un milagro —susurró, incrédulo—. Debemos ir enseguida a buscar al Padre. Qué será de él, no puedo imaginarlo.

Bajaron a una cripta de secreta entrada, excavada justo bajo la estatua del dios, embargados de un reverente temor como no habían sentido nunca. Allí hallaron el cadáver de un anciano que parecía llevar varios lustros descansando. La piel oscura, casi momificada, no presentaba herida alguna, pero parecía tan frágil y gastada que era un milagro que no se hubiera desintegrado por sí misma.
         El cuerpo se encontraba al pie de una escalera, encogido sobre sí mismo, en postura fetal; los escasos y lacios cabellos blancos tapando prácticamente por completo su rostro. La túnica que lo cubría seguía inmaculada y se extendía por el suelo, obviamente demasiado holgada para aquel cuerpo consumido que había sido el de su dueño.
         Husser se arrodilló al lado. Tragando saliva con dificultad, mareado por la tensión, logró extender una mano y apartar los cabellos para contemplar la expresión del muerto. Tenía los ojos abiertos y despavoridos, como si acabaran de contemplar el horror supremo. La mandíbula tensa y desencajada en un grito postrero.

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