martes, 1 de marzo de 2016

ÚTERO- Civilizaciones Olvidadas. L. G. Morgan

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CAPÍTULO IV
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HERVE GROUSSIN AKA NURO 

—¿Qué ha podido pasar? —se interrogó en voz alta otro de los hombres, un joven encargado del Taller de Recolectores—. ¿Cómo uno de nuestros jóvenes ha podido cometer semejante afrenta, huir de la ciudad de sus mayores? ¿Acaso no tienen aquí una buena vida, no se les trata mejor de lo que podrían soñar? Puede que tuviera alguna pelea… —aventuró.
         —No, que se sepa —respondió por todos Srenia, que era quien mejor conocía a Laya de entre los allí presentes—. Supongo que habrá habido algún roce o alguna disputa sin importancia, ¿qué chiquillo no las ha tenido?, pero nada de gravedad, o nos habríamos enterado. Mervâ, su propia madre, dice no explicarse este acto de desafío.
         —Bien, eso es lo de menos, no podemos saberlo —zanjó la cuestión el Gran Sacerdote—. Así que no importa. La cuestión es que hay un miembro de nuestra comunidad ahí fuera, que está en sumo peligro y que nos pone a nosotros, a su vez, en una situación de extrema gravedad. Casi el menor de los problemas sería que la chica sucumbiera. —Un silencio de preocupación siguió a sus palabras. Luego continuó, con voz apesadumbrada—: Es terrible desear eso, lo sé, pero pensemos en las alternativas. Si la capturan los Exteriores, además de tormentos sin cuento, le aguarda una muerte segura. De una u otra forma le extraerían sus secretos, que les conducirían inexorablemente hasta nosotros. Hemos resistido un número infinito de amenazas, lo sabemos, pero, ¿os imagináis lo que sería el ataque de quien conociera las entradas y pozos de Takl-in-Maku? Sería el fin.
         —El fin de la ciudad y el de todo nuestro mundo —sentenció el gordo Asuri—. Así que tenemos que capturarla nosotros antes de que lo haga nadie más.

Acudieron entonces, todos juntos, ante la Roca Negra, para orar en busca de auxilio y protección. Estaban perdidos, se sabían en peligro. Su mundo, ese lugar protegido en el seno de la tierra al que se habían adaptado y convertido en su único hogar, estallaba en pedazos.
         Se quedaron ante el dios, postrados de hinojos en espera de su intervención. Y el Dios cobró vida. Se dirigió a sus Elegidos, los amados de la Roca Negra, para revelar su voluntad.

Algunos, los más espirituales quizá, habían tenido siempre la noción de que el Dios se hallaba con ellos. Habían creído percibir su presencia y confiado en su perpetua protección. Habían sentido su mirada y escuchado su palabra a través de los sacerdotes. Habían recibido sus bendiciones y confiado en órdenes y vaticinios, a pesar de cualquier duda o incógnita. Pero aquel día habría algo más. Algo distinto y mucho más hondo que esa sutil compañía en la que deseaban creer por encima de todo, aunque no siempre acabaran de hacerlo.
         Ese día los ojos del colosal gigante negro se encendieron de pronto con una luz desconocida y fiera, llameando con cegadora furia. Su cabello relampagueó prendido en vibrantes brillos de un tinte gris acerado. Y una voz cavernosa que parecía nacer de sus entrañas atronó en el espacio cerrado de la Casa del Dios, obligándoles a todos a taparse los oídos y dejándoles aterrados y temblorosos. La cólera del Dios era infinita. Su furor escapaba de los límites contenidos de la piedra y llenaba todos los huecos, todas las sombras, restallando como un látigo sobre las ateridas figuras.
         Desagradecidos, desagradecidos hijos aquellos que engendré —clamó la voz, haciendo que los mismos muros crepitaran y devolvieran ecos multiplicados de su ira—. Os di un reino, os regalé un refugio para que hicierais vuestro hogar... Y esto es lo que recibo en pago. Os presentáis ante mí pidiendo más dones, cuando os lo he dado todo. Permitís que una hija indigna huya del refugio de mi heredad, ¿y aún acudís a mi compasión sin haber hecho nada por enmendar vuestros errores? —inquirió, con un tono preñado de amenaza, mientras alzaba un puño colosal de vítrea roca negra hacia el cielo de la cueva, incrustado de gemas brillantes que parecían estrellas.

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